Por Marina Tampini
Este escrito trata sobre la práctica artística del Contact Improvisation (CI), que hace al cuerpo su protagonista, un cuerpo que se produce junto a otros, en el interjuego de roces, apoyos y superficies compartidas: cuerpos en movimiento atravesados por fuerzas que se pliegan y despliegan para encontrarse.
Steve Paxton, creador del CI, hacia la década de 1970, explora los movimientos reflejos del cuerpo cuando es afectado por las fuerzas físicas de la gravedad, la fuerza centrífuga, el momentum, en caídas, roladas y choques. Esta indagación crea un lenguaje que privilegia el movimiento originado a partir del sentido táctil: el cuerpo se abre al contacto sensible con el suelo y con otros cuerpos.
La apertura sensorial, imprescindible en esta danza, es uno de los puntos de ruptura respecto a la tradición anterior –danza clásica y danza moderna–, en la que el movimiento no surge de la indagación sensible, sino que vista es la guía fundamental para el desplazamiento en el espacio.
En el CI, además, el concepto de improvisación también plantea un quiebre con tradiciones previas. El CI no pretende fijar formas para repetir, sino que plantea coordenadas dentro de las cuales explorar potencialidades de movimiento. A medida que el cuerpo genera nuevos hábitos, estas coordenadas cambian y se complejizan. Así, la danza vive siempre en el presente, conserva su carácter de improvisación. Un participante de un encuentro de danza y reflexión realizado en la ciudad de Buenos Aires, en 1999, así sintetizó el CI: “El Contact Improvisation, expresión contemporánea de la danza, desborda la forma para filtrarse en los intersticios de los cuerpos. Avanza sobre sensaciones dormidas por siglos, conectando cuerpos en red. Invita a la navegación infinita de la información sensible entre cuerpos. Piel, interfaz, lo abierto”.
Si el poder se ejerce sobre los cuerpos, como lo señalara Michel Foucault, las prácticas corporales constituyen un campo rico para la reflexión. Desde esta perspectiva, cuerpo y subjetividad constituyen un tándem indisociable que, en el caso de una práctica como el CI, resultan un territorio fértil para el pensamiento.
1. Los sentidos en la Modernidad
“La esencia de la indolencia es el embotamiento frente a la naturaleza de las cosas, no en el sentido de que no sean percibidas (…), sino de modo que la significación y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello, las cosas mismas son sentidas como nulas”, decía el sociólogo alemán Georg Simmel a comienzos del siglo XX. Observa Simmel, con agudeza, los cambios que el crecimiento de las urbes produce en sus habitantes. Los urbanitas, como los denomina, se caracterizan por el acrecentamiento de la vida nerviosa que tiene su origen en el rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas. Como el desarrollo de la gran urbe sucede junto al de la economía monetaria, se produce un aumento general en la velocidad de circulación de personas y de bienes, al mismo tiempo que las relaciones cotidianas de intercambio se tornan anónimas. Es así que se crea un medio cambiante y amenazante, al que el urbanita se adapta maximizando el uso de su facultad de entendimiento y suprimiendo su sensibilidad. Todo ello conlleva un estado de indolencia.
La cita que abre este apartado describe claramente el modo de funcionamiento de la vida en las urbes. Avanzando en sus observaciones, Simmel agrega que al estado general de indolencia, se suma una actitud de los urbanitas entre sí: la reserva, y todavía más, la repulsión. “La cara interior de esta reserva externa no es sólo la indiferencia, sino, con más frecuencia de la que somos conscientes, una silenciosa aversión, una extranjería y repulsión mutua, que en el mismo instante de un contacto más cercano provocado de algún modo, redundaría inmediatamente en odio y lucha”, continúa el autor.
Ya anteriormente, desde la segunda mitad del siglo XIX, autores de distinta proveniencia realizaban observaciones semejantes a las de Simmel, como Edward Forster desde la literatura o Alexis de Tocqueville desde el pensamiento político. “Cada persona se comporta como si fuera una extraña para el destino de los demás. Por lo que se refiere al intercambio con los conciudadanos, puede mezclarse con ellos pero no los ve; los toca pero no los siente; existe sólo en sí mismo y para sí mismo”, decía Tocqueville, citado por Richard Sennet.
Los rasgos que describen estos autores caracterizan a la mayoría de las poblaciones contemporáneas –ya que la gran urbe se ha extendido a la mayor parte del planeta–, y dan cuenta del régimen de sensibilidad actual, que hoy se ha complejizado aún más a causa de los vertiginosos cambios tecnológicos que modelan nuestra sensibilidad. Paul Virilio (sintetizado por Paula Sibilia) habla del hombre súper excitado, y lo describe como el portador de síndromes como el pánico, la anorexia y el estrés, y como un tipo subjetivo característico de nuestra contemporaneidad.
La indiferencia característica de la relación con el otro en la urbe se acompaña de un uso particular de los sentidos que produce un régimen de lo sensible en el que predomina la mirada por encima de los demás sentidos. En los cafés de los grandes bulevares franceses donde los habitantes de París se sentaban a ver caminar a los transeúntes desde mediados del siglo XIX, o en la arquitectura del siglo XX que privilegia e instaura la visibilidad como sentido primordial (por ejemplo, con el diseño de largos pasillos en perspectiva o con el reemplazo de cerramientos opacos por vidrios traslúcidos), puede apreciarse de qué manera la mirada queda convertida en el sentido hegemónico de la Modernidad. (El desarrollo de está cuestión es tratado por David Le Breton).
La mirada instala una perspectiva y una toma de distancia que constituyen un uso particular del sentido de la vista. Este entronca muy bien con el uso del entendimiento al que se refiere Simmel y también, con la construcción del panóptico, descrito y analizado por Foucault.
La vista opera diferenciando, analizando y clasificando las imágenes que recibe. Suely Rolnik llama cortical a este modo de conocimiento sensible y señala que es el que más desarrollado tenemos los seres humanos nacidos a partir de la Modernidad. Este modo nos permite aprehender el mundo en sus formas, para luego proyectar, sobre ellas, las representaciones de las que disponemos, para poder atribuirles sentido. El modo cortical puede ser operado por cualquiera de los cinco sentidos, aunque la vista es el que está más entrenado para hacerlo. Esta facultad vinculada a lo que el individuo asocia con su identidad –y que la autora asocia con el tiempo, el lenguaje y con la historia del sujeto– sostiene las figuras de sujeto/objeto “claramente delimitadas y las mantiene entre sí en una relación de exterioridad, al tiempo que permite conservar el mapa de representaciones vigentes”.
En esta cartografía sensible, la mirada clasificadora es soberana, en tanto que los demás sentidos quedan suspendidos o desplazados a un uso residual. Cierto despliegue de los demás sentidos está confinado al ámbito privado, aunque no exento del disciplinamiento productor de cuerpos dóciles al que refiere Foucault.
2. Los sentidos y el Contact Improvisation
En las décadas de 1960 y 1970, la experimentación que abre la contracultura en los más diversos campos de la vida social opera, desde el arte, un resquebrajamiento de este panorama de lo sensible. En el caso particular del CI, los sentidos ocupan un lugar privilegiado de exploración.
Steve Paxton observa lo limitado del modelo de los cinco sentidos y da cuenta de la compleja experiencia que supone la improvisación. Además, señala, a partir de un análisis de distintas artes, que los cinco sentidos funcionan en interrelación. Paxton encuentra investigaciones científicas que proponen modelos de veinticinco sentidos, o modelos –como el del Budismo– que incluyen a la mente o la conciencia como un sentido más. Así, Paxton abre a los investigadores preguntas imaginarias sobre el sentido de la gravedad, sobre la velocidad con que sensorializamos (sense) el pensamiento, sobre el modo en que cada sentido modifica nuestra experiencia del tiempo.
De esta manera, Paxton concluye que el modelo de los cinco sentidos es muy limitado para explicar los múltiples aspectos de la experiencia sensible. Para justificar esta postura, recuerda una experiencia muy adecuada para pensar las limitaciones de los modelos de los cinco sentidos cuando pretenden dar cuenta de lo que ocurre en la danza o en los deportes: “Me impresionó mucho ver a una mujer ciega atajar un plato que se le resbaló mientras lo lavaba. Quedaba claro que no eran los ojos los que funcionaban. Hace sentido, como suele decirse, que nuestro cuerpo está totalmente sintonizado con los efectos de la fuerza de gravedad, que la velocidad de caída de un objeto es bastante obvia para nuestro cuerpo, que cualquier discusión acerca del tiempo subjetivo debería incluir al factor gravitatorio en sintonía con los sentidos humanos”.
En un estudio más reciente sobre el tacto en el CI, Isabelle Uski hace un aporte en la misma dirección de Paxton. Sostiene que hoy existe consenso respecto a la intersensorialidad. Ella señala algunos rasgos del sentido del tacto y de las palabras asociadas a la categoría táctil y destaca particularidades que fácilmente podríamos pasar por alto. Por ejemplo, menciona que el tacto es el único sentido que no tiene órgano propio: “Los estímulos táctiles se perciben a nivel de la piel, pero también de los músculos, las articulaciones, órganos, vasos sanguíneas, de la oreja interna gracias a las terminaciones libres y a los mecanorreceptores”. Por ello, el tacto exige la proximidad del contacto (aunque puede ser mediada por un objeto). Siempre que tocamos somos tocados. El sentido del tacto es el único que puede modificar a voluntad el campo perceptual involucrado. La percepción táctil es secuencial y requiere de trabajo para producir una representación unificada. El verbo para el sentido táctil es tocar, y no discrimina entre la acción realizada con o sin atención, como sí lo hacen los verbos oír/escuchar, ver/mirar.
La autora concluye con dos preguntas que desafían el sentido común. La primera es: ¿los cinco sentidos pueden reducirse a uno solo, es decir, el tacto?, pues la lengua y el paladar contactan y sienten la comida; la oreja, las ondas sonoras; la nariz, las emanaciones; los ojos, los rayos luminosos. La segunda es: dado que el tacto es el único de los cinco sentidos que compromete la totalidad del cuerpo, ¿no sería asimilable a la idea del cuerpo-sentido que enunció Merleau Ponti?
Es importante rescatar de los comentarios de Paxton y de Uski para pensar los sentidos, porque esa toma de distancia respecto de los usos y de los modos corrientes de pensar lo sensible conduce hacia el modo en que lo sensible se agencia en el CI.
La vista, que habitualmente es usada en el modo cortical, siguiendo palabras de Rolnik, en el CI es usada en visión periférica: abierta a los 180º posibles y sin foco preciso. O sea, su uso no es ni analítico ni clasificatorio. El tacto, que cotidianamente está restringido a un uso utilitario en la vida diaria o erótico en la privada, y que se circunscribe en ambos casos a partes fragmentadas del cuerpo, en el CI no tiene un carácter manipulatorio e involucra a la totalidad del cuerpo.
Veamos una larga y precisa cita de Uski. “Resultó que como no existía órgano propio del tacto, una determinada forma de jerarquía se había impuesto: algunas partes del cuerpo, a menudo muy sensibles, van a solicitarse mucho más que otras y se utilizan bajo modalidades muy codificadas. Se podría groseramente clasificarlas en dos categorías: las que se combinan a una modalidad exploratoria y ejecutora o más bien instrumental (la mano) y las que desempeñan un papel en el despertar libidinal (son entonces estas muy solicitadas, o evitadas). El CI casi va a invertir esta utilización jerarquizada de nuestras capacidades táctiles, no solamente comprometiendo el cuerpo de manera más homogenizada, sino también asignando nuevas intenciones a toda parte del cuerpo implicada. Así pues, la mano parece perder su papel instrumental y manipulador, y las partes genitales o pregenitales (como el ano y la boca) parecen perder parcialmente su consistencia erógena. Pero, sobre todo, el contacto avanza sobre toda la superficie del cuerpo. Puesto que los receptores y terminaciones libres están presentes por todas partes, el CI intenta utilizarlos. El concepto de tacto exploratorio se vuelve pertinente sobre la totalidad del cuerpo”.
A la inversión operada en el uso de ambos sentidos, el CI suma la inversión en la prevalencia de uno sobre el otro. Contrariamente al uso jerarquizado que tiene la vista en nuestra sociedad, en el CI el uso del tacto es el preponderante. Esta danza no se interesa por las formas; en cambio, establece un código para la interacción entre los bailarines: el foco de atención de los participantes en la danza debe seguir el flujo del movimiento creado conjuntamente, y mantener siempre un punto de contacto entre los cuerpos. Este contacto puede ser desde apenas un roce de los cuerpos hasta una entrega de todo el peso de uno a otro. Lo que los cuerpos hacen es establecer una escucha atenta de las fuerzas que los conectan, para poder adaptarse a los cambios imprevistos que suceden a cada momento, sin olvidar que la sintonización inicial de cada bailarín debe ser con su propio estado corporal y con las fuerzas físicas.
Vale aclarar que la idea de escucha es muy usada en los procesos de aprendizaje de CI, e indica una actitud receptiva y atenta. El préstamo del verbo escuchar, del sentido auditivo, quizás se deba a la inexistencia de un verbo específico para el sentido del tacto, aunque esta cuestión compleja merece un mayor despliegue. En particular, Uski se detiene en analizar el lenguaje usado en clases de CI.
¿Qué ocurre cuando un sentido es puesto a trabajar con un funcionamiento distinto al habitualmente conocido? ¿Qué efectos produce esta –deleuzianamente hablando– desterritorialización del tacto cuando comienza a explorar el movimiento sensible de dos cuerpos en contacto y el devenir de las fuerzas a las que están sujetos? ¿Qué tipo de experiencia sensible de conocimiento permite?
El tacto, que en nuestras sociedades involucra gran parte de la superficie corporal en la esfera del erotismo, tiene un alto nivel de codificación. Pero puesto a operar en un dispositivo como el del CI, que requiere una atención fundamentalmente centrada en el flujo de movimiento que se sucede entre ambos cuerpos sujetos a las fuerzas físicas, la experiencia es otra. Una zona no codificada de la experiencia se abre y permite la exploración de un territorio libre de conceptos a priori.
“Sensación de ser un reloj de arena: si muevo suavemente mi masa, siento los granitos de arena caer y llenar ese nuevo sitio en mí. Nuevo contacto, nueva sensación. Pequeñas moléculas que se amalgaman y calman en el encuentro entre el suelo y mi cuerpo, allí donde hay contacto, se calman como el agua cuando entra en quietud”, dice Catherine Meyer. La sensación del tacto en la danza se convierte en imagen. Paxton define esta sensación como aquello que sentimos que ocurre en un momento particular. Una fracción de segundo, un repentino cambio de perspectiva. La entrada de la facultad cortical, pero atemperada, menos codificada que cuando usamos la vista.
Es importante señalar que el tacto es el sentido que más claramente interrumpe la posición sujeto/objeto a la que estamos habituados. Ya sea que lo pensemos desde la fenomenología, la psicología o la neurofisiología, arribamos a la idea de que el tacto permite un tipo de experiencia con el mundo en la que se desdibujan los límites entre uno y lo otro. Meyer continúa: “La cabeza de un compañero en contacto con la mía –única verdad tangible entre nosotros– rodamos juntos, los pelos se mezclan, los cráneos se hermanan, el peso pasa de uno al otro a través del contacto. Los granos de arena se hacen un festín: chato-redondo-duro-blando-suave-rápido-lento. Debajo está el espíritu. Lo que siento no es sólo hueso y carne, pelo, olor, textura. Y me gusta. Tocar nuevamente, por el placer, el juego, para recordar que estamos primero que nada magníficamente hechos de una materia tierna, como el satén, tan tierna. ¿Realmente lo habíamos olvidado?”.
Se trata de la relación con el otro como yo mismo, de mi misma naturaleza, pero en una instancia anterior a la de convertirnos en sujetos. El tacto habilita la molecularización, la percepción de intensidades, texturas, volúmenes, consistencias, flujos que se suceden a velocidades mayores que las que nuestra mente puede aprehender, flujos a los que otorgamos forma humana.
Descubrimiento o recuperación de una dimensión primaria, anterior al lenguaje, que nos devuelve al contacto con la dimensión de naturaleza que nos conforma y que nos conecta con el resto de lo vivo. Como bellamente lo expresa José Gil: “En el comienzo, era el movimiento, porque en el comienzo estaba el hombre de pie, en la tierra. Erguíase sobre los pies, oscilando, buscando el equilibrio. El cuerpo no era más que un campo de fuerzas, atravesado por mil corrientes, tensiones y movimientos”.
La reversibilidad del sentido táctil brinda la sensación de continuidad entre los cuerpos en contacto: no es posible tocar sin ser tocado. En el CI, además, contrariamente a las agrupaciones de muchedumbres (subterráneo, conciertos, manifestaciones), entrar en el espacio íntimo del otro no es solamente accidental. En el CI, tampoco el tacto se propone como una interacción asimétrica del tipo de las relaciones terapéuticas. En el CI, de común acuerdo, se reduce la distancia entre las personas, para permitir el ingreso mutuo al espacio íntimo del otro. Según la clasificación de proximidad cultural definida por E. T Hall que Uski recuerda, en CI es posible pasar de la distancia personal (que es la burbuja que los cuerpos crean inconscientemente para aislarse de los otros) a una distancia íntima (que está definida por la percepción del calor, olor y respiración del cuerpo del otro).
Pero el otro no es abordado como sujeto ni como individuo, sino como una extensión del paisaje circundante. Uski observa que, en el ámbito de una clase de CI, los participantes son conducidos a explorar la relación con el suelo (y la gravedad), el aire (y lo espacial) en sus consistencias, temperaturas, efectos sobre el propio cuerpo, para luego hacer extensiva esta exploración al compañero que viene a formar parte del paisaje circundante, lo que no supone en lo absoluto desconocer las particularidades del compañero, sus distintivas complejidad y movilidad. A la vez que se explora el medio ambiente, también se constituye un medio ambiente equivalente para la exploración del otro (de ahí la necesidad de “intentar ser acogedores” o “estar disponibles”, como sintetiza Uski).
Sensación y movimiento son indisociables en el CI; eso lo distingue de muchas otras prácticas sensoperceptivas, como los abordajes llamados somáticos, tales Alexander, Body Mind Centering®, Feldenkrais®, entre otros. En el CI, hacer y sentir participan de un mismo espíritu: el de una exploración. El proceso es el mismo, impulsado por un deseo de abrir la curiosidad y de conducir a un descubrimiento de nuevas sensaciones y, paralelamente, de nuevos movimientos. Permanecer a la escucha de las sensaciones que nuestra conciencia antes ignoraba implica comenzar a familiarizarse con ellas.
3. Los sentidos, los reflejos y la conciencia
Resumiendo hasta aquí: los cinco sentidos parecen insuficientes como modelo para pensar la experiencia sensible que tiene lugar en el CI, que propone un uso que consiste en incursionar en territorios de lo sensible desconocidos, conjugándolos con la exploración de nuevos modos de movimiento. El uso del tacto como sentido primordial es entendido como uso de la sensibilidad de todo el cuerpo, en contacto con el entorno (que incluye a los otros bailarines). Esto redunda en sensaciones/imágenes que desdibujan las nociones de sujeto y de objeto.
Avanzando un paso más allá de estas nociones, y retomando las palabras de Paxton, la relación entre conciencia-cuerpo-reflejos respecto de su uso ordinario o en otras expresiones corporales se reordena. Precisamente, un aspecto de la exploración inicial de Paxton atiende a “la conciencia” que, en consonancia con el pensamiento budista y como comentamos más arriba, es considerada un sentido más dentro del CI. Ejercitar el hábito de que la conciencia observe lo que acontece en el cuerpo en la pequeña danza es una práctica habitual para el entrenamiento. Recordemos que la pequeña danza consiste en permanecer de pie en estado de relajación, observando los movimientos de ajuste y acomodamientos que tienen lugar en el cuerpo para que pueda mantenerse erguido. Paxton señala que son reacciones reflejas, no conducidas por la mente consciente, pero que pueden ser observadas por ella. En este acto de observación, dice el autor, “un subsistema, la conciencia, observa a los otros. Los otros subsistemas no dependen de la conciencia, pero el encuentro ocurre en lo que llamamos el cuerpo. La conciencia-como-testigo mira a los otros subsistemas como separados de sí”.
Aquí nos acercamos a un nodo fundamental de la práctica del CI: las observaciones que hace Paxton sobre la relación conciencia-reflejos. Su hipótesis de trabajo indica que entrenarse en la observación de los reflejos en quietud puede ser útil para que la conciencia entienda los reflejos en velocidad. Paxton indica que la conciencia tiende a escaparse de la experiencia en los momentos de la danza en que los reflejos toman el control. En una caída inesperada, en un momento lleno de adrenalina, hacemos movimientos sin saberlo. Sintetiza Paxton: “Queda un agujero en nuestro saber/conocer la experiencia”. Y surge entonces el interrogante: ¿Puede la conciencia (consciousness) aprender a ver estas brechas de conciencia (awareness)? ¿Puede aprender a observar las acciones reflejas calmadamente en los momentos desbordantes de adrenalina?
¿Por qué le interesa la conciencia-plena a Paxton? Responde: “Porque la conciencia pareciera modificarse de acuerdo con lo que experimenta. Si se produce una brecha de conciencia en un momento crítico, perdemos una oportunidad de aprender de ese momento. Si la conciencia está despierta durante esos momentos críticos, tendrá una experiencia de ellos y modificará sus conceptos para dar cuenta de la nueva experiencia. Este cuadro ampliado se convierte en un nuevo terreno para el movimiento”.
En esta última cita, quedan expuestas algunas cuestiones fundamentales que se planteó Paxton como base para la experimentación. La conciencia puede aprender de la experiencia; su función (en este caso) es de observadora (no de controladora de la situación). El terreno de la experiencia es el de las acciones reflejas del cuerpo y de observación de las mismas. El laboratorio donde experimentar es el cuerpo puesto en relación a las fuerzas físicas: la fuerza de gravedad (como constante), las fuerzas centrífugas y centrípetas, el momentum y la inercia como variables en la exploración.
¿Qué información/experiencia pueden darnos nuestros cuerpos puestos a funcionar en el dispositivo CI? ¿Qué posibilidades nos ofrecen las artes o prácticas de movimiento que trabajan sobre lo sensible y operan desterritorializaciones como la descrita hasta aquí?
Abramos los conceptos conciencia, cuerpo, reflejos, tal como los usa Paxton. La conciencia-testigo de la que él habla no se parece en nada a la conciencia que se pone en juego en las danzas cuyos movimientos es necesario repetir hasta que el cuerpo los automatice. La conciencia en el CI, en lugar de controlar lo que el cuerpo hace para ajustarlo a lo previsto, observa, atestigua, presta atención: el único control que ejerce es el de poner al cuerpo a operar dentro del código de exploración que propone la danza.
Este cambio de rol y las consecuencias que produce abren múltiples interrogantes que desbordan este trabajo. Para nuestro propósito, es suficiente señalar que la conciencia en rol de testigo funciona como una luz verde para el acontecer de la novedad, pues deja de funcionar como conductora del devenir del movimiento y abre espacio a lo imprevisible.
Los reflejos, por su parte, parecen ser mecanismos físicos sobre los cuales no existe control consciente. Aquí, vale introducir una acotación de Uski al respecto. La autora propone que la idea de reflejos no es la más adecuada, pues “el arco reflejo transmite una simplicidad que no podría dar cuenta de la complejidad de los esquemas sensoriomotores puestos en juego en los movimientos espontáneos o no voluntarios que se observan en la práctica del CI, sobre todo cuando esta toma un matiz acrobático”. Uski propone, en cambio, entender el arco reflejo como un “control subcortical”, aquel que se sitúa en el tronco cerebral y el cerebelo y que se ocupa del control sensoriomotriz involuntario. Ese control, entonces, funciona en un nivel subconsciente que el CI permite conocer. Finalmente, el cuerpo en movimiento parece ser el lugar donde se produce el encuentro en funcionamiento del control-subcortical (la instancia sensoriomotriz involuntaria que Paxton denomina “reflejos”) y de la conciencia. “Lo que hacíamos –explica Paxton– era estimular los reflejos para que nuestra conciencia pudiera verlos saltar”. La conciencia y los reflejos son dos mecanismos distintos para el control físico. “Cierto mareo o náusea –continúa– era síntoma de estar en el límite de esos dos aspectos del control físico. Quedarnos en ese borde a propósito nos convertía en nuestro propio experimento”.
4. El bailarín de CI: director y hacedor
De lo dicho hasta aquí, podemos desprender que el CI, una danza como arte, se corre de los límites de lo sensible instituido y crea nuevos territorios. Desborda el régimen sensorial disciplinar hegemónico y produce un nuevo agenciamiento en que se hace necesario redefinir cada una de sus partes. En primer lugar, lo que ahora llamamos conciencia ya no describe ni la vía obligada para el conocimiento verdadero ni la instancia única conductora de la acción. En cambio, se constituye como observadora-testigo y, potencialmente, como dispositivo de registro de los cambios que el cuerpo experimenta en la exploración sensorial y motriz. En segundo lugar, el cuerpo deja de ser materia que deba ser dominada por la conciencia y es recuperado en su dimensión sensible, abriéndosele espacio para descubrir sus potencias. Por último, se escogen, para la exploración, aspectos desechados anteriormente por la danza, como son los modos alternativos de uso de los sentidos y los movimientos corporales involuntarios, o reflejos.
De todo esto, resulta que el bailarín de CI vive una relación con su corporalidad caracterizada por la apertura hacia lo nuevo que puede emerger del movimiento sensible en interacción con el entorno y/o el compañero. El uso de lo sensorial no queda fijado a un modelo que va a reproducirse indefinidamente, sino, más bien, se fija a un territorio destinado a ser explorado, de modo que el bailarín mismo deviene su propio experimento. Así, la dupla sujeto-objeto se desdibuja. Ya no hay un cuerpo-objeto separado de una conciencia-sujeto, ni tampoco un modelo externo (ya sea en la forma de coreografía o de secuencia de movimientos en una clase) que subsuma el accionar del cuerpo a un plan prefijado.
Entonces, en la figura del bailarín, se reúnen la función-director y la función-hacedor. Distinguimos estas dos funciones entre sí, que en el CI tienen lugar conjuntamente en la figura del bailarín, para poder establecer un contraste con la división tradicional que hace la danza, cuando separa la creación de la ejecución y las plasma en dos figuras (sujetos) diferentes: director y bailarín, respectivamente.
La función-director, constituida por la instancia que registra, observa lo que ocurre en la acción sensible. Ese accionar le permite conocer la experiencia que acontece desde lo sensible, lo cual permite al bailarín ampliar sus posibilidades de elección en la instancia compositiva. Esta concepción guarda similitudes con el pensar desde/con las sensaciones que despliegan Deleuze y Guattari. La función-hacedor, por su parte, se constituye cuando el bailarín se lanza a la exploración sensible del espacio interno y del espacio externo, ambos atravesados por los flujos del movimiento. Las dos funciones se alternan, se funden, se complementan en una tarea de exploración en que tanto la pregunta por lo desconocido como el placer de las sensaciones que producen los cuerpos en movimiento funcionan como guías: se trabaja en el borde entre el control cortical o consciente y el subcortical o subconsciente.
Concebir estos dos modos del control físico se torna así imprescindible para comprender el cuerpo que interviene en el CI. Queda claro que no estamos ya ante el cuerpo-máquina propio del régimen disciplinario, pero ¿cómo pensar este otro cuerpo? Este interrogante nos conduce necesariamente a pensar la idea de sujeto que esta danza produce. Estamos en esta práctica ante una forma-sujeto que requiere ser entendida en el cuerpo: una forma-sujeto encarnada.
Suely Rolnik advierte en las vanguardias históricas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, una “búsqueda de superación de la anestesia a la vulnerabilidad y al otro”, anestesia propia de la política de subjetivación del régimen disciplinario, que culmina y se propaga por el tejido social con la contracultura de las décadas de 1960 y 1970.
La vulnerabilidad que enuncia Rolnik es una cuestión que atañe a la dimensión sensible de los cuerpos. La autora llama “cuerpo vibrátil” o “capacidad subcortical” a la “capacidad de nuestros órganos de los sentidos en su conjunto de aprehender el mundo en su condición de campo de fuerzas que se hacen presentes en nuestros cuerpo bajo la forma de sensaciones”. Esta capacidad, a diferencia de la cortical, no funciona dentro del mapa de representaciones vigentes, sino que “afecta al cuerpo en su textura sensible, tornándose parte del mismo, disolviendo las figuras sujeto-objeto”. La vulnerabilidad permite, entonces, una apertura a las sensaciones de la presencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil, incluso cuando esas señales no sean decodificables a través de nuestro sistema de representaciones.
El CI produce cuerpo que se ajusta a esta descripción. Cuando dos cuerpos se encuentran bajo un acuerdo de exploración del flujo de movimiento (acuerdo que ocurre entre ambos, al dejarse afectar por las sensaciones producidas por el contacto y por las fuerzas físicas), sucede una experiencia difícil de categorizar dentro de las representaciones sociales vigentes. (Sin embargo, esta consideración no significa que esta experiencia podría, con la práctica, encontrar un sitio en el repertorio de representaciones).
Asimismo, el espíritu de esta práctica invita a fugar, o sea, a continuar abriendo territorios desconocidos, una vez que ya se ha conseguido cierta familiaridad precisamente con esta práctica. El aspecto de improvisación del CI da cuenta de este modo compositivo que se caracteriza por lo instantáneo –ocurre en el mismo momento de la puesta en escena– y por la práctica que sostiene este ser en el instante. Esta práctica consiste en ejercitar la acción, del pensamiento y de la sensibilidad, en territorios que siempre han de tener cierta cualidad impredecible.
Entonces, el cuerpo que produce el CI escapa a la idea de un cuerpo dócil, producto del disciplinamiento. Más bien, se trata de un cuerpo no acabado en su forma, que se construye constantemente en relación con otros cuerpos. En cada encuentro, cada persona danza según el estado de su cuerpo, que varía cada día y que promueve nuevos hallazgos y nuevos interrogantes. El bailarín es forzado a pensar su experiencia para poder ir más allá, ya que una vez conocido el territorio, la improvisación requiere de preguntas que vuelvan a producir una incertidumbre sobre la cual trabajar. Los sentidos y la mente son puestos a funcionar en relación estrecha, en la cual no hay una relación de sujeción entre ninguna de las partes. Se trata de un modo de pensar con los sentidos, y la danza resultante es fruto de esa conjunción de sentidos.
Este cuerpo en proceso, no acabado, nos habla de un sujeto-de-la-danza vulnerable al entorno, que se encuentra en recomposición constante con las fuerzas que lo afectan. Pero, hay que preguntarse: ¿Cómo son esas fuerzas que aparecen al liberase el cuerpo de la sujeción disciplinaria? ¿Qué sujeto potencian? ¿Se trata de un modo de subjetividad capaz de crear nuevos territorios existenciales o de una subjetividad más compatible con las exigencias del capitalismo cognitivo, siempre flexible, siempre dispuesta a una nueva actualización que lo torne útil/creativo? ¿La apertura sensible crea una subjetividad ávida de consumir sensaciones siempre nuevas? O, por el contrario, ¿abre un territorio fértil para la resistencia a los dispositivos paralizantes del poder y del saber, un territorio experimental capaz de transformarse una y otra vez en relación al devenir creativo y potenciador de sus practicantes?
No pretendo que estos interrogantes tengan una respuesta unívoca, ni tampoco que este escrito sea leído en clave de “ensayo sobre danza”. No, más bien me importa pensar la potencia de las prácticas corporales en relación a una política de lo sensible que pueda resultar un modo de resistencia. Me interesa la producción de un cuerpo-sujeto que, en la cotidianeidad, pueda abrir grietas para hacerse con otros sin quedar subsumido ni al disciplinamiento característico de las instituciones educativas, ni a la superexcitación de la sociedad tecnológica contemporánea, ni al rol de creativo-útil al capitalismo actual.
En este sentido, considero al CI una práctica potente que, en su fluidez, no se adapta cómodamente a los imperativos mercantiles. Un buen ejemplo de esto es que, en su tratamiento del cuerpo, el CI amplía las superficies de interfaz respecto a las que operan en la actualidad tecnológica. Las superficies de interfaz en el CI son la piel, los fluidos, los músculos, los huesos, cada uno, con su consistencia fluida o sólida, con sus texturas y temperaturas, con sus cualidades compositivas como materia vibrátil. No se trata de exacerbar el uso nervioso, sino más bien de reconocer y trabajar con la potencia vibrátil de cualquier tejido del cuerpo.
En el CI, la potencia sensible de todos estos pliegues corpóreos tiene continuidad en la potencia del pensamiento creador, o dicho de otro modo, produce un pensar desde/con la sensación, una sensibilidad creadora. Claro que esta no es una relación de necesariedad, pero sí constituye la potencia de ascesis del Contact Improvisation.
Bibliografía
-Deleuze, Giles y Felix Guatttari, ¿Qué es la Filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993.
-Farina, Cynthia, Arte, cuerpo y subjetividad. Estética de la formación y la pedagogía de las afecciones. Tesis doctoral inédita.
-Foucault, Michel, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.
-Gil, José, Movimento total. O corpo e a dança, Lisboa, Relógio D’ Agua Editores, Lisboa, 2001.
-Guattari, Felix y Suely Rolnik, Micropolítica. Cartografía del deseo, Buenos Aires, Tinta limón, 2005.
-Le Breton, David, Antropología del cuerpo y Modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995.
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-Paxton, Steve, “Improvisation is”, en Contact Improvisation Sourcebook, Northampton, Contact Editions, 1997.
-Paxton, Steve, “Drafting Interior Techniques”, en Contact Improvisation Sourcebook, Northampton, Contact Editions, 1997.
-Sennet, Richard, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Madrid, Alianza, 1997.
-Sibilia, Paula, El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales, Buenos Aires, Fondo Cultura Económica, 2005.
-Simmel, Georg, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península, 1986.
-Uski, Isabelle, Nature et enjeux du toucher dans la practique de contact improvisation, Paris, Département Danse-Université Paris 8, 2003.
Este escrito trata sobre la práctica artística del Contact Improvisation (CI), que hace al cuerpo su protagonista, un cuerpo que se produce junto a otros, en el interjuego de roces, apoyos y superficies compartidas: cuerpos en movimiento atravesados por fuerzas que se pliegan y despliegan para encontrarse.
Steve Paxton, creador del CI, hacia la década de 1970, explora los movimientos reflejos del cuerpo cuando es afectado por las fuerzas físicas de la gravedad, la fuerza centrífuga, el momentum, en caídas, roladas y choques. Esta indagación crea un lenguaje que privilegia el movimiento originado a partir del sentido táctil: el cuerpo se abre al contacto sensible con el suelo y con otros cuerpos.
La apertura sensorial, imprescindible en esta danza, es uno de los puntos de ruptura respecto a la tradición anterior –danza clásica y danza moderna–, en la que el movimiento no surge de la indagación sensible, sino que vista es la guía fundamental para el desplazamiento en el espacio.
En el CI, además, el concepto de improvisación también plantea un quiebre con tradiciones previas. El CI no pretende fijar formas para repetir, sino que plantea coordenadas dentro de las cuales explorar potencialidades de movimiento. A medida que el cuerpo genera nuevos hábitos, estas coordenadas cambian y se complejizan. Así, la danza vive siempre en el presente, conserva su carácter de improvisación. Un participante de un encuentro de danza y reflexión realizado en la ciudad de Buenos Aires, en 1999, así sintetizó el CI: “El Contact Improvisation, expresión contemporánea de la danza, desborda la forma para filtrarse en los intersticios de los cuerpos. Avanza sobre sensaciones dormidas por siglos, conectando cuerpos en red. Invita a la navegación infinita de la información sensible entre cuerpos. Piel, interfaz, lo abierto”.
Si el poder se ejerce sobre los cuerpos, como lo señalara Michel Foucault, las prácticas corporales constituyen un campo rico para la reflexión. Desde esta perspectiva, cuerpo y subjetividad constituyen un tándem indisociable que, en el caso de una práctica como el CI, resultan un territorio fértil para el pensamiento.
1. Los sentidos en la Modernidad
“La esencia de la indolencia es el embotamiento frente a la naturaleza de las cosas, no en el sentido de que no sean percibidas (…), sino de modo que la significación y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello, las cosas mismas son sentidas como nulas”, decía el sociólogo alemán Georg Simmel a comienzos del siglo XX. Observa Simmel, con agudeza, los cambios que el crecimiento de las urbes produce en sus habitantes. Los urbanitas, como los denomina, se caracterizan por el acrecentamiento de la vida nerviosa que tiene su origen en el rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas. Como el desarrollo de la gran urbe sucede junto al de la economía monetaria, se produce un aumento general en la velocidad de circulación de personas y de bienes, al mismo tiempo que las relaciones cotidianas de intercambio se tornan anónimas. Es así que se crea un medio cambiante y amenazante, al que el urbanita se adapta maximizando el uso de su facultad de entendimiento y suprimiendo su sensibilidad. Todo ello conlleva un estado de indolencia.
La cita que abre este apartado describe claramente el modo de funcionamiento de la vida en las urbes. Avanzando en sus observaciones, Simmel agrega que al estado general de indolencia, se suma una actitud de los urbanitas entre sí: la reserva, y todavía más, la repulsión. “La cara interior de esta reserva externa no es sólo la indiferencia, sino, con más frecuencia de la que somos conscientes, una silenciosa aversión, una extranjería y repulsión mutua, que en el mismo instante de un contacto más cercano provocado de algún modo, redundaría inmediatamente en odio y lucha”, continúa el autor.
Ya anteriormente, desde la segunda mitad del siglo XIX, autores de distinta proveniencia realizaban observaciones semejantes a las de Simmel, como Edward Forster desde la literatura o Alexis de Tocqueville desde el pensamiento político. “Cada persona se comporta como si fuera una extraña para el destino de los demás. Por lo que se refiere al intercambio con los conciudadanos, puede mezclarse con ellos pero no los ve; los toca pero no los siente; existe sólo en sí mismo y para sí mismo”, decía Tocqueville, citado por Richard Sennet.
Los rasgos que describen estos autores caracterizan a la mayoría de las poblaciones contemporáneas –ya que la gran urbe se ha extendido a la mayor parte del planeta–, y dan cuenta del régimen de sensibilidad actual, que hoy se ha complejizado aún más a causa de los vertiginosos cambios tecnológicos que modelan nuestra sensibilidad. Paul Virilio (sintetizado por Paula Sibilia) habla del hombre súper excitado, y lo describe como el portador de síndromes como el pánico, la anorexia y el estrés, y como un tipo subjetivo característico de nuestra contemporaneidad.
La indiferencia característica de la relación con el otro en la urbe se acompaña de un uso particular de los sentidos que produce un régimen de lo sensible en el que predomina la mirada por encima de los demás sentidos. En los cafés de los grandes bulevares franceses donde los habitantes de París se sentaban a ver caminar a los transeúntes desde mediados del siglo XIX, o en la arquitectura del siglo XX que privilegia e instaura la visibilidad como sentido primordial (por ejemplo, con el diseño de largos pasillos en perspectiva o con el reemplazo de cerramientos opacos por vidrios traslúcidos), puede apreciarse de qué manera la mirada queda convertida en el sentido hegemónico de la Modernidad. (El desarrollo de está cuestión es tratado por David Le Breton).
La mirada instala una perspectiva y una toma de distancia que constituyen un uso particular del sentido de la vista. Este entronca muy bien con el uso del entendimiento al que se refiere Simmel y también, con la construcción del panóptico, descrito y analizado por Foucault.
La vista opera diferenciando, analizando y clasificando las imágenes que recibe. Suely Rolnik llama cortical a este modo de conocimiento sensible y señala que es el que más desarrollado tenemos los seres humanos nacidos a partir de la Modernidad. Este modo nos permite aprehender el mundo en sus formas, para luego proyectar, sobre ellas, las representaciones de las que disponemos, para poder atribuirles sentido. El modo cortical puede ser operado por cualquiera de los cinco sentidos, aunque la vista es el que está más entrenado para hacerlo. Esta facultad vinculada a lo que el individuo asocia con su identidad –y que la autora asocia con el tiempo, el lenguaje y con la historia del sujeto– sostiene las figuras de sujeto/objeto “claramente delimitadas y las mantiene entre sí en una relación de exterioridad, al tiempo que permite conservar el mapa de representaciones vigentes”.
En esta cartografía sensible, la mirada clasificadora es soberana, en tanto que los demás sentidos quedan suspendidos o desplazados a un uso residual. Cierto despliegue de los demás sentidos está confinado al ámbito privado, aunque no exento del disciplinamiento productor de cuerpos dóciles al que refiere Foucault.
2. Los sentidos y el Contact Improvisation
En las décadas de 1960 y 1970, la experimentación que abre la contracultura en los más diversos campos de la vida social opera, desde el arte, un resquebrajamiento de este panorama de lo sensible. En el caso particular del CI, los sentidos ocupan un lugar privilegiado de exploración.
Steve Paxton observa lo limitado del modelo de los cinco sentidos y da cuenta de la compleja experiencia que supone la improvisación. Además, señala, a partir de un análisis de distintas artes, que los cinco sentidos funcionan en interrelación. Paxton encuentra investigaciones científicas que proponen modelos de veinticinco sentidos, o modelos –como el del Budismo– que incluyen a la mente o la conciencia como un sentido más. Así, Paxton abre a los investigadores preguntas imaginarias sobre el sentido de la gravedad, sobre la velocidad con que sensorializamos (sense) el pensamiento, sobre el modo en que cada sentido modifica nuestra experiencia del tiempo.
De esta manera, Paxton concluye que el modelo de los cinco sentidos es muy limitado para explicar los múltiples aspectos de la experiencia sensible. Para justificar esta postura, recuerda una experiencia muy adecuada para pensar las limitaciones de los modelos de los cinco sentidos cuando pretenden dar cuenta de lo que ocurre en la danza o en los deportes: “Me impresionó mucho ver a una mujer ciega atajar un plato que se le resbaló mientras lo lavaba. Quedaba claro que no eran los ojos los que funcionaban. Hace sentido, como suele decirse, que nuestro cuerpo está totalmente sintonizado con los efectos de la fuerza de gravedad, que la velocidad de caída de un objeto es bastante obvia para nuestro cuerpo, que cualquier discusión acerca del tiempo subjetivo debería incluir al factor gravitatorio en sintonía con los sentidos humanos”.
En un estudio más reciente sobre el tacto en el CI, Isabelle Uski hace un aporte en la misma dirección de Paxton. Sostiene que hoy existe consenso respecto a la intersensorialidad. Ella señala algunos rasgos del sentido del tacto y de las palabras asociadas a la categoría táctil y destaca particularidades que fácilmente podríamos pasar por alto. Por ejemplo, menciona que el tacto es el único sentido que no tiene órgano propio: “Los estímulos táctiles se perciben a nivel de la piel, pero también de los músculos, las articulaciones, órganos, vasos sanguíneas, de la oreja interna gracias a las terminaciones libres y a los mecanorreceptores”. Por ello, el tacto exige la proximidad del contacto (aunque puede ser mediada por un objeto). Siempre que tocamos somos tocados. El sentido del tacto es el único que puede modificar a voluntad el campo perceptual involucrado. La percepción táctil es secuencial y requiere de trabajo para producir una representación unificada. El verbo para el sentido táctil es tocar, y no discrimina entre la acción realizada con o sin atención, como sí lo hacen los verbos oír/escuchar, ver/mirar.
La autora concluye con dos preguntas que desafían el sentido común. La primera es: ¿los cinco sentidos pueden reducirse a uno solo, es decir, el tacto?, pues la lengua y el paladar contactan y sienten la comida; la oreja, las ondas sonoras; la nariz, las emanaciones; los ojos, los rayos luminosos. La segunda es: dado que el tacto es el único de los cinco sentidos que compromete la totalidad del cuerpo, ¿no sería asimilable a la idea del cuerpo-sentido que enunció Merleau Ponti?
Es importante rescatar de los comentarios de Paxton y de Uski para pensar los sentidos, porque esa toma de distancia respecto de los usos y de los modos corrientes de pensar lo sensible conduce hacia el modo en que lo sensible se agencia en el CI.
La vista, que habitualmente es usada en el modo cortical, siguiendo palabras de Rolnik, en el CI es usada en visión periférica: abierta a los 180º posibles y sin foco preciso. O sea, su uso no es ni analítico ni clasificatorio. El tacto, que cotidianamente está restringido a un uso utilitario en la vida diaria o erótico en la privada, y que se circunscribe en ambos casos a partes fragmentadas del cuerpo, en el CI no tiene un carácter manipulatorio e involucra a la totalidad del cuerpo.
Veamos una larga y precisa cita de Uski. “Resultó que como no existía órgano propio del tacto, una determinada forma de jerarquía se había impuesto: algunas partes del cuerpo, a menudo muy sensibles, van a solicitarse mucho más que otras y se utilizan bajo modalidades muy codificadas. Se podría groseramente clasificarlas en dos categorías: las que se combinan a una modalidad exploratoria y ejecutora o más bien instrumental (la mano) y las que desempeñan un papel en el despertar libidinal (son entonces estas muy solicitadas, o evitadas). El CI casi va a invertir esta utilización jerarquizada de nuestras capacidades táctiles, no solamente comprometiendo el cuerpo de manera más homogenizada, sino también asignando nuevas intenciones a toda parte del cuerpo implicada. Así pues, la mano parece perder su papel instrumental y manipulador, y las partes genitales o pregenitales (como el ano y la boca) parecen perder parcialmente su consistencia erógena. Pero, sobre todo, el contacto avanza sobre toda la superficie del cuerpo. Puesto que los receptores y terminaciones libres están presentes por todas partes, el CI intenta utilizarlos. El concepto de tacto exploratorio se vuelve pertinente sobre la totalidad del cuerpo”.
A la inversión operada en el uso de ambos sentidos, el CI suma la inversión en la prevalencia de uno sobre el otro. Contrariamente al uso jerarquizado que tiene la vista en nuestra sociedad, en el CI el uso del tacto es el preponderante. Esta danza no se interesa por las formas; en cambio, establece un código para la interacción entre los bailarines: el foco de atención de los participantes en la danza debe seguir el flujo del movimiento creado conjuntamente, y mantener siempre un punto de contacto entre los cuerpos. Este contacto puede ser desde apenas un roce de los cuerpos hasta una entrega de todo el peso de uno a otro. Lo que los cuerpos hacen es establecer una escucha atenta de las fuerzas que los conectan, para poder adaptarse a los cambios imprevistos que suceden a cada momento, sin olvidar que la sintonización inicial de cada bailarín debe ser con su propio estado corporal y con las fuerzas físicas.
Vale aclarar que la idea de escucha es muy usada en los procesos de aprendizaje de CI, e indica una actitud receptiva y atenta. El préstamo del verbo escuchar, del sentido auditivo, quizás se deba a la inexistencia de un verbo específico para el sentido del tacto, aunque esta cuestión compleja merece un mayor despliegue. En particular, Uski se detiene en analizar el lenguaje usado en clases de CI.
¿Qué ocurre cuando un sentido es puesto a trabajar con un funcionamiento distinto al habitualmente conocido? ¿Qué efectos produce esta –deleuzianamente hablando– desterritorialización del tacto cuando comienza a explorar el movimiento sensible de dos cuerpos en contacto y el devenir de las fuerzas a las que están sujetos? ¿Qué tipo de experiencia sensible de conocimiento permite?
El tacto, que en nuestras sociedades involucra gran parte de la superficie corporal en la esfera del erotismo, tiene un alto nivel de codificación. Pero puesto a operar en un dispositivo como el del CI, que requiere una atención fundamentalmente centrada en el flujo de movimiento que se sucede entre ambos cuerpos sujetos a las fuerzas físicas, la experiencia es otra. Una zona no codificada de la experiencia se abre y permite la exploración de un territorio libre de conceptos a priori.
“Sensación de ser un reloj de arena: si muevo suavemente mi masa, siento los granitos de arena caer y llenar ese nuevo sitio en mí. Nuevo contacto, nueva sensación. Pequeñas moléculas que se amalgaman y calman en el encuentro entre el suelo y mi cuerpo, allí donde hay contacto, se calman como el agua cuando entra en quietud”, dice Catherine Meyer. La sensación del tacto en la danza se convierte en imagen. Paxton define esta sensación como aquello que sentimos que ocurre en un momento particular. Una fracción de segundo, un repentino cambio de perspectiva. La entrada de la facultad cortical, pero atemperada, menos codificada que cuando usamos la vista.
Es importante señalar que el tacto es el sentido que más claramente interrumpe la posición sujeto/objeto a la que estamos habituados. Ya sea que lo pensemos desde la fenomenología, la psicología o la neurofisiología, arribamos a la idea de que el tacto permite un tipo de experiencia con el mundo en la que se desdibujan los límites entre uno y lo otro. Meyer continúa: “La cabeza de un compañero en contacto con la mía –única verdad tangible entre nosotros– rodamos juntos, los pelos se mezclan, los cráneos se hermanan, el peso pasa de uno al otro a través del contacto. Los granos de arena se hacen un festín: chato-redondo-duro-blando-suave-rápido-lento. Debajo está el espíritu. Lo que siento no es sólo hueso y carne, pelo, olor, textura. Y me gusta. Tocar nuevamente, por el placer, el juego, para recordar que estamos primero que nada magníficamente hechos de una materia tierna, como el satén, tan tierna. ¿Realmente lo habíamos olvidado?”.
Se trata de la relación con el otro como yo mismo, de mi misma naturaleza, pero en una instancia anterior a la de convertirnos en sujetos. El tacto habilita la molecularización, la percepción de intensidades, texturas, volúmenes, consistencias, flujos que se suceden a velocidades mayores que las que nuestra mente puede aprehender, flujos a los que otorgamos forma humana.
Descubrimiento o recuperación de una dimensión primaria, anterior al lenguaje, que nos devuelve al contacto con la dimensión de naturaleza que nos conforma y que nos conecta con el resto de lo vivo. Como bellamente lo expresa José Gil: “En el comienzo, era el movimiento, porque en el comienzo estaba el hombre de pie, en la tierra. Erguíase sobre los pies, oscilando, buscando el equilibrio. El cuerpo no era más que un campo de fuerzas, atravesado por mil corrientes, tensiones y movimientos”.
La reversibilidad del sentido táctil brinda la sensación de continuidad entre los cuerpos en contacto: no es posible tocar sin ser tocado. En el CI, además, contrariamente a las agrupaciones de muchedumbres (subterráneo, conciertos, manifestaciones), entrar en el espacio íntimo del otro no es solamente accidental. En el CI, tampoco el tacto se propone como una interacción asimétrica del tipo de las relaciones terapéuticas. En el CI, de común acuerdo, se reduce la distancia entre las personas, para permitir el ingreso mutuo al espacio íntimo del otro. Según la clasificación de proximidad cultural definida por E. T Hall que Uski recuerda, en CI es posible pasar de la distancia personal (que es la burbuja que los cuerpos crean inconscientemente para aislarse de los otros) a una distancia íntima (que está definida por la percepción del calor, olor y respiración del cuerpo del otro).
Pero el otro no es abordado como sujeto ni como individuo, sino como una extensión del paisaje circundante. Uski observa que, en el ámbito de una clase de CI, los participantes son conducidos a explorar la relación con el suelo (y la gravedad), el aire (y lo espacial) en sus consistencias, temperaturas, efectos sobre el propio cuerpo, para luego hacer extensiva esta exploración al compañero que viene a formar parte del paisaje circundante, lo que no supone en lo absoluto desconocer las particularidades del compañero, sus distintivas complejidad y movilidad. A la vez que se explora el medio ambiente, también se constituye un medio ambiente equivalente para la exploración del otro (de ahí la necesidad de “intentar ser acogedores” o “estar disponibles”, como sintetiza Uski).
Sensación y movimiento son indisociables en el CI; eso lo distingue de muchas otras prácticas sensoperceptivas, como los abordajes llamados somáticos, tales Alexander, Body Mind Centering®, Feldenkrais®, entre otros. En el CI, hacer y sentir participan de un mismo espíritu: el de una exploración. El proceso es el mismo, impulsado por un deseo de abrir la curiosidad y de conducir a un descubrimiento de nuevas sensaciones y, paralelamente, de nuevos movimientos. Permanecer a la escucha de las sensaciones que nuestra conciencia antes ignoraba implica comenzar a familiarizarse con ellas.
3. Los sentidos, los reflejos y la conciencia
Resumiendo hasta aquí: los cinco sentidos parecen insuficientes como modelo para pensar la experiencia sensible que tiene lugar en el CI, que propone un uso que consiste en incursionar en territorios de lo sensible desconocidos, conjugándolos con la exploración de nuevos modos de movimiento. El uso del tacto como sentido primordial es entendido como uso de la sensibilidad de todo el cuerpo, en contacto con el entorno (que incluye a los otros bailarines). Esto redunda en sensaciones/imágenes que desdibujan las nociones de sujeto y de objeto.
Avanzando un paso más allá de estas nociones, y retomando las palabras de Paxton, la relación entre conciencia-cuerpo-reflejos respecto de su uso ordinario o en otras expresiones corporales se reordena. Precisamente, un aspecto de la exploración inicial de Paxton atiende a “la conciencia” que, en consonancia con el pensamiento budista y como comentamos más arriba, es considerada un sentido más dentro del CI. Ejercitar el hábito de que la conciencia observe lo que acontece en el cuerpo en la pequeña danza es una práctica habitual para el entrenamiento. Recordemos que la pequeña danza consiste en permanecer de pie en estado de relajación, observando los movimientos de ajuste y acomodamientos que tienen lugar en el cuerpo para que pueda mantenerse erguido. Paxton señala que son reacciones reflejas, no conducidas por la mente consciente, pero que pueden ser observadas por ella. En este acto de observación, dice el autor, “un subsistema, la conciencia, observa a los otros. Los otros subsistemas no dependen de la conciencia, pero el encuentro ocurre en lo que llamamos el cuerpo. La conciencia-como-testigo mira a los otros subsistemas como separados de sí”.
Aquí nos acercamos a un nodo fundamental de la práctica del CI: las observaciones que hace Paxton sobre la relación conciencia-reflejos. Su hipótesis de trabajo indica que entrenarse en la observación de los reflejos en quietud puede ser útil para que la conciencia entienda los reflejos en velocidad. Paxton indica que la conciencia tiende a escaparse de la experiencia en los momentos de la danza en que los reflejos toman el control. En una caída inesperada, en un momento lleno de adrenalina, hacemos movimientos sin saberlo. Sintetiza Paxton: “Queda un agujero en nuestro saber/conocer la experiencia”. Y surge entonces el interrogante: ¿Puede la conciencia (consciousness) aprender a ver estas brechas de conciencia (awareness)? ¿Puede aprender a observar las acciones reflejas calmadamente en los momentos desbordantes de adrenalina?
¿Por qué le interesa la conciencia-plena a Paxton? Responde: “Porque la conciencia pareciera modificarse de acuerdo con lo que experimenta. Si se produce una brecha de conciencia en un momento crítico, perdemos una oportunidad de aprender de ese momento. Si la conciencia está despierta durante esos momentos críticos, tendrá una experiencia de ellos y modificará sus conceptos para dar cuenta de la nueva experiencia. Este cuadro ampliado se convierte en un nuevo terreno para el movimiento”.
En esta última cita, quedan expuestas algunas cuestiones fundamentales que se planteó Paxton como base para la experimentación. La conciencia puede aprender de la experiencia; su función (en este caso) es de observadora (no de controladora de la situación). El terreno de la experiencia es el de las acciones reflejas del cuerpo y de observación de las mismas. El laboratorio donde experimentar es el cuerpo puesto en relación a las fuerzas físicas: la fuerza de gravedad (como constante), las fuerzas centrífugas y centrípetas, el momentum y la inercia como variables en la exploración.
¿Qué información/experiencia pueden darnos nuestros cuerpos puestos a funcionar en el dispositivo CI? ¿Qué posibilidades nos ofrecen las artes o prácticas de movimiento que trabajan sobre lo sensible y operan desterritorializaciones como la descrita hasta aquí?
Abramos los conceptos conciencia, cuerpo, reflejos, tal como los usa Paxton. La conciencia-testigo de la que él habla no se parece en nada a la conciencia que se pone en juego en las danzas cuyos movimientos es necesario repetir hasta que el cuerpo los automatice. La conciencia en el CI, en lugar de controlar lo que el cuerpo hace para ajustarlo a lo previsto, observa, atestigua, presta atención: el único control que ejerce es el de poner al cuerpo a operar dentro del código de exploración que propone la danza.
Este cambio de rol y las consecuencias que produce abren múltiples interrogantes que desbordan este trabajo. Para nuestro propósito, es suficiente señalar que la conciencia en rol de testigo funciona como una luz verde para el acontecer de la novedad, pues deja de funcionar como conductora del devenir del movimiento y abre espacio a lo imprevisible.
Los reflejos, por su parte, parecen ser mecanismos físicos sobre los cuales no existe control consciente. Aquí, vale introducir una acotación de Uski al respecto. La autora propone que la idea de reflejos no es la más adecuada, pues “el arco reflejo transmite una simplicidad que no podría dar cuenta de la complejidad de los esquemas sensoriomotores puestos en juego en los movimientos espontáneos o no voluntarios que se observan en la práctica del CI, sobre todo cuando esta toma un matiz acrobático”. Uski propone, en cambio, entender el arco reflejo como un “control subcortical”, aquel que se sitúa en el tronco cerebral y el cerebelo y que se ocupa del control sensoriomotriz involuntario. Ese control, entonces, funciona en un nivel subconsciente que el CI permite conocer. Finalmente, el cuerpo en movimiento parece ser el lugar donde se produce el encuentro en funcionamiento del control-subcortical (la instancia sensoriomotriz involuntaria que Paxton denomina “reflejos”) y de la conciencia. “Lo que hacíamos –explica Paxton– era estimular los reflejos para que nuestra conciencia pudiera verlos saltar”. La conciencia y los reflejos son dos mecanismos distintos para el control físico. “Cierto mareo o náusea –continúa– era síntoma de estar en el límite de esos dos aspectos del control físico. Quedarnos en ese borde a propósito nos convertía en nuestro propio experimento”.
4. El bailarín de CI: director y hacedor
De lo dicho hasta aquí, podemos desprender que el CI, una danza como arte, se corre de los límites de lo sensible instituido y crea nuevos territorios. Desborda el régimen sensorial disciplinar hegemónico y produce un nuevo agenciamiento en que se hace necesario redefinir cada una de sus partes. En primer lugar, lo que ahora llamamos conciencia ya no describe ni la vía obligada para el conocimiento verdadero ni la instancia única conductora de la acción. En cambio, se constituye como observadora-testigo y, potencialmente, como dispositivo de registro de los cambios que el cuerpo experimenta en la exploración sensorial y motriz. En segundo lugar, el cuerpo deja de ser materia que deba ser dominada por la conciencia y es recuperado en su dimensión sensible, abriéndosele espacio para descubrir sus potencias. Por último, se escogen, para la exploración, aspectos desechados anteriormente por la danza, como son los modos alternativos de uso de los sentidos y los movimientos corporales involuntarios, o reflejos.
De todo esto, resulta que el bailarín de CI vive una relación con su corporalidad caracterizada por la apertura hacia lo nuevo que puede emerger del movimiento sensible en interacción con el entorno y/o el compañero. El uso de lo sensorial no queda fijado a un modelo que va a reproducirse indefinidamente, sino, más bien, se fija a un territorio destinado a ser explorado, de modo que el bailarín mismo deviene su propio experimento. Así, la dupla sujeto-objeto se desdibuja. Ya no hay un cuerpo-objeto separado de una conciencia-sujeto, ni tampoco un modelo externo (ya sea en la forma de coreografía o de secuencia de movimientos en una clase) que subsuma el accionar del cuerpo a un plan prefijado.
Entonces, en la figura del bailarín, se reúnen la función-director y la función-hacedor. Distinguimos estas dos funciones entre sí, que en el CI tienen lugar conjuntamente en la figura del bailarín, para poder establecer un contraste con la división tradicional que hace la danza, cuando separa la creación de la ejecución y las plasma en dos figuras (sujetos) diferentes: director y bailarín, respectivamente.
La función-director, constituida por la instancia que registra, observa lo que ocurre en la acción sensible. Ese accionar le permite conocer la experiencia que acontece desde lo sensible, lo cual permite al bailarín ampliar sus posibilidades de elección en la instancia compositiva. Esta concepción guarda similitudes con el pensar desde/con las sensaciones que despliegan Deleuze y Guattari. La función-hacedor, por su parte, se constituye cuando el bailarín se lanza a la exploración sensible del espacio interno y del espacio externo, ambos atravesados por los flujos del movimiento. Las dos funciones se alternan, se funden, se complementan en una tarea de exploración en que tanto la pregunta por lo desconocido como el placer de las sensaciones que producen los cuerpos en movimiento funcionan como guías: se trabaja en el borde entre el control cortical o consciente y el subcortical o subconsciente.
Concebir estos dos modos del control físico se torna así imprescindible para comprender el cuerpo que interviene en el CI. Queda claro que no estamos ya ante el cuerpo-máquina propio del régimen disciplinario, pero ¿cómo pensar este otro cuerpo? Este interrogante nos conduce necesariamente a pensar la idea de sujeto que esta danza produce. Estamos en esta práctica ante una forma-sujeto que requiere ser entendida en el cuerpo: una forma-sujeto encarnada.
Suely Rolnik advierte en las vanguardias históricas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, una “búsqueda de superación de la anestesia a la vulnerabilidad y al otro”, anestesia propia de la política de subjetivación del régimen disciplinario, que culmina y se propaga por el tejido social con la contracultura de las décadas de 1960 y 1970.
La vulnerabilidad que enuncia Rolnik es una cuestión que atañe a la dimensión sensible de los cuerpos. La autora llama “cuerpo vibrátil” o “capacidad subcortical” a la “capacidad de nuestros órganos de los sentidos en su conjunto de aprehender el mundo en su condición de campo de fuerzas que se hacen presentes en nuestros cuerpo bajo la forma de sensaciones”. Esta capacidad, a diferencia de la cortical, no funciona dentro del mapa de representaciones vigentes, sino que “afecta al cuerpo en su textura sensible, tornándose parte del mismo, disolviendo las figuras sujeto-objeto”. La vulnerabilidad permite, entonces, una apertura a las sensaciones de la presencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil, incluso cuando esas señales no sean decodificables a través de nuestro sistema de representaciones.
El CI produce cuerpo que se ajusta a esta descripción. Cuando dos cuerpos se encuentran bajo un acuerdo de exploración del flujo de movimiento (acuerdo que ocurre entre ambos, al dejarse afectar por las sensaciones producidas por el contacto y por las fuerzas físicas), sucede una experiencia difícil de categorizar dentro de las representaciones sociales vigentes. (Sin embargo, esta consideración no significa que esta experiencia podría, con la práctica, encontrar un sitio en el repertorio de representaciones).
Asimismo, el espíritu de esta práctica invita a fugar, o sea, a continuar abriendo territorios desconocidos, una vez que ya se ha conseguido cierta familiaridad precisamente con esta práctica. El aspecto de improvisación del CI da cuenta de este modo compositivo que se caracteriza por lo instantáneo –ocurre en el mismo momento de la puesta en escena– y por la práctica que sostiene este ser en el instante. Esta práctica consiste en ejercitar la acción, del pensamiento y de la sensibilidad, en territorios que siempre han de tener cierta cualidad impredecible.
Entonces, el cuerpo que produce el CI escapa a la idea de un cuerpo dócil, producto del disciplinamiento. Más bien, se trata de un cuerpo no acabado en su forma, que se construye constantemente en relación con otros cuerpos. En cada encuentro, cada persona danza según el estado de su cuerpo, que varía cada día y que promueve nuevos hallazgos y nuevos interrogantes. El bailarín es forzado a pensar su experiencia para poder ir más allá, ya que una vez conocido el territorio, la improvisación requiere de preguntas que vuelvan a producir una incertidumbre sobre la cual trabajar. Los sentidos y la mente son puestos a funcionar en relación estrecha, en la cual no hay una relación de sujeción entre ninguna de las partes. Se trata de un modo de pensar con los sentidos, y la danza resultante es fruto de esa conjunción de sentidos.
Este cuerpo en proceso, no acabado, nos habla de un sujeto-de-la-danza vulnerable al entorno, que se encuentra en recomposición constante con las fuerzas que lo afectan. Pero, hay que preguntarse: ¿Cómo son esas fuerzas que aparecen al liberase el cuerpo de la sujeción disciplinaria? ¿Qué sujeto potencian? ¿Se trata de un modo de subjetividad capaz de crear nuevos territorios existenciales o de una subjetividad más compatible con las exigencias del capitalismo cognitivo, siempre flexible, siempre dispuesta a una nueva actualización que lo torne útil/creativo? ¿La apertura sensible crea una subjetividad ávida de consumir sensaciones siempre nuevas? O, por el contrario, ¿abre un territorio fértil para la resistencia a los dispositivos paralizantes del poder y del saber, un territorio experimental capaz de transformarse una y otra vez en relación al devenir creativo y potenciador de sus practicantes?
No pretendo que estos interrogantes tengan una respuesta unívoca, ni tampoco que este escrito sea leído en clave de “ensayo sobre danza”. No, más bien me importa pensar la potencia de las prácticas corporales en relación a una política de lo sensible que pueda resultar un modo de resistencia. Me interesa la producción de un cuerpo-sujeto que, en la cotidianeidad, pueda abrir grietas para hacerse con otros sin quedar subsumido ni al disciplinamiento característico de las instituciones educativas, ni a la superexcitación de la sociedad tecnológica contemporánea, ni al rol de creativo-útil al capitalismo actual.
En este sentido, considero al CI una práctica potente que, en su fluidez, no se adapta cómodamente a los imperativos mercantiles. Un buen ejemplo de esto es que, en su tratamiento del cuerpo, el CI amplía las superficies de interfaz respecto a las que operan en la actualidad tecnológica. Las superficies de interfaz en el CI son la piel, los fluidos, los músculos, los huesos, cada uno, con su consistencia fluida o sólida, con sus texturas y temperaturas, con sus cualidades compositivas como materia vibrátil. No se trata de exacerbar el uso nervioso, sino más bien de reconocer y trabajar con la potencia vibrátil de cualquier tejido del cuerpo.
En el CI, la potencia sensible de todos estos pliegues corpóreos tiene continuidad en la potencia del pensamiento creador, o dicho de otro modo, produce un pensar desde/con la sensación, una sensibilidad creadora. Claro que esta no es una relación de necesariedad, pero sí constituye la potencia de ascesis del Contact Improvisation.
Bibliografía
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